El regadío es una práctica milenaria en la región mediterránea, que permite multiplicar la productividad de la tierra y la diversidad de cultivos que pueden sembrarse. Estas características han condicionado una fuerte expansión del regadío asociada a la modernización agrícola en zonas mediterráneas, lo que ha permitido la especialización en productos de alto valor añadido como las frutas y hortalizas, así como la intensificación de cultivos típicos del secano mediterráneo como el olivar y el viñedo. En el caso de España, la superficie regada se ha multiplicado por más de 3 en el último siglo, y su producción por más de 5. Ello ha sido posible gracias a la implementación de nuevas tecnologías de riego que han permitido reducir el consumo de agua por hectárea regada, mediante sistemas de precisión como el riego por goteo. Por otro lado, los avances tecnológicos también han permitido aprovechar más recursos hídricos a través de múltiples vías: regulando la variabilidad de los caudales de los cursos de agua (mediante embalses y otras obras hidráulicas), extrayendo agua de capas profundas del subsuelo (mediante sondeos profundos y bombeos), derivando agua hacia cuencas con alto déficit hídrico (mediante trasvases), o incluso aprovechando el agua del mar (mediante desalinización).
Esta historia de éxito tecnológico y económico, sin embargo, no ha estado exenta de problemas sociales y ambientales, entre los que destacan el elevado uso de energía, los conflictos asociados a la construcción de infraestructuras como los trasvases, o los problemas de contaminación de cuerpos de agua y de sobreexplotación de acuíferos. En particular, la emisión de gases de efecto invernadero (GEI) asociada a los sistemas de regadío es un impacto que hasta el momento no había sido estudiado en profundidad en la agricultura española. En un trabajo recientemente publicado en la revista Environmental Science and Technology, un equipo de investigadores del Laboratorio de Historia de los Agroecosistemas de la Universidad Pablo de Olavide, y del CEIGRAM de la Universidad Politécnica de Madrid, en colaboración con una investigadora del US Geological Survey de Estados Unidos, hemos tratado de cubrir este hueco en el conocimiento estimando la huella de carbono del regadío en España desde 1900 hasta 2014.
Para ello, hemos realizado un “análisis del ciclo de vida”, que cuantifica de manera exhaustiva los impactos ambientales de un producto o servicio “desde la cuna a la tumba”. En nuestro caso, el servicio estudiado es el regadío, es decir, todos los procesos asociados a la gestión del agua de riego hasta que ésta llega al suelo. Estos procesos incluyen: (i) el uso de la energía, incluyendo uso directo de combustibles y electricidad, así como las emisiones asociadas a la producción de estos vectores energéticos; (ii) infraestructura, incluyendo la construcción y mantenimiento de los sistemas de almacenamiento de agua (embalses, albercas y balsas, ver Figura 1), de canalización (canales, tuberías y acequias) y de distribución del agua en finca (por gravedad, aspersión o goteo); (iii) metano procedente de los cuerpos de agua. Este último componente del balance de emisiones no había sido estudiado previamente como parte de los sistemas de riego, a pesar de que sí existe una amplia literatura que cuantifica su papel en los impactos ambientales de la generación hidroeléctrica. Sin embargo, el regadío supone el principal uso del agua embalsada en España, y probablemente en muchos otros países mediterráneos.
Los resultados del estudio muestran cómo los profundos cambios que tuvieron lugar en la agricultura de regadío en España alteraron el balance de emisiones de GEI (Figura 2), disparando las emisiones totales mucho más allá de los incrementos en la producción. Así, en términos absolutos las emisiones se multiplicaron por 21 entre 1900 y 2008; las emisiones por hectárea se multiplicaron por 6, y, por unidad de producto, por 4. A comienzos del siglo XX, el balance de emisiones estaba dominado por el metano procedente de la descomposición de la materia orgánica en las infraestructuras del regadío tradicional, principalmente acequias y albercas. Las emisiones asociadas a la construcción y mantenimiento de la infraestructura representaban la cuarta parte del total, mientras que las relacionadas con el uso de la energía, sobre todo tracción animal, apenas llegaban al 10%. Esta distribución de las emisiones se mantuvo hasta la posguerra, incrementándose paulatinamente el papel de las emisiones de los embalses y del uso de la energía. A partir de los años 50, la construcción de embalses disparó sus emisiones de metano. En paralelo, la tecnificación de los sistemas de riego multiplicaba el consumo de energía, sobre todo eléctrica, que creció especialmente durante las décadas de los 60 y 70, convirtiendo al uso de la energía en la principal fuente de emisiones hasta entrado el siglo XXI. Por último, desde finales de la primera década de este siglo se observa una caída de las emisiones relacionadas con la energía, no por la reducción de su consumo en la agricultura, sino por los cambios en el mix eléctrico del país, con la mayor penetración de gas natural y renovables, con menor intensidad de emisiones. Por otro lado, las emisiones de metano siguieron aumentando con la expansión de la superficie de balsas de riego, vinculadas al riego por goteo. De este modo, el metano volvió a convertirse en la primera fuente de emisiones, mientras que el impacto de la infraestructura iba cobrando un papel también creciente.
Nuestra estimación de las emisiones de metano de los embalses está sujeta a una gran incertidumbre, debido a la escasez de mediciones en nuestro país, o zonas similares. Por tanto, la primera conclusión que puede derivarse del nivel de emisiones tan elevado que sugieren nuestros cálculos es que estas emisiones deben estudiarse más a fondo con estudios empíricos y de modelización. Por otro lado, estudios globales sugieren que el principal factor responsable de estas emisiones de metano es la producción primaria neta en los cuerpos de agua, lo que indica que la mitigación de estas emisiones debe pasar por la reducción de los aportes de nutrientes que reciben. Dado que la agricultura es la principal fuente de estos nutrientes, el control de las pérdidas agrícolas de los mismos, mediante el manejo de la fertilización y otras prácticas como los cultivos captura, podría ser una estrategia efectiva de mitigación de GEI en los sistemas de abastecimiento de agua de riego, que se sumaría al resto de beneficios ambientales de estas prácticas.
En cuanto a la reducción del impacto ambiental del otro gran componente del balance de emisiones, el uso de la energía, una importante estrategia es el uso de energías renovables. Sin embargo, considerando el alto coste material de las energías renovables y de muchas de las infraestructuras de regadío, la reducción de estos impactos también debe abordarse desde la limitación del uso de agua de alto coste energético y material, como la que se obtiene de pozos profundos, trasvases o desalinización.
Autor: Eduardo Aguilera (CEIGRAM, Univ. Politécnica de Madrid), en representación de los co-autores.
Trabajo Completo:
Aguilera, E., Vila-Traver, J., Deemer, B.R., Infante-Amate, J., Guzmán, G.I., González de Molina, M., 2019. Methane Emissions from Artificial Waterbodies Dominate the Carbon Footprint of Irrigation: A Study of Transitions in the Food–Energy–Water–Climate Nexus (Spain, 1900–2014). Environ. Sci. Technol. 53(9), 5091-5101. https://doi.org/10.1021/acs.est.9b00177